miércoles, diciembre 2

Y otra vez ahí, en ese lugar, derritiéndome como la nieve y confesando que te he llegado a querer de tantas formas como sabores de helado, después de desearte buena suerte intentando descifrar en lo que estoy pensando, pero para ti soy un enfermo de Alzheimer, dulce vejez, y te explico que cuando te miro juego a aquellos come-cocos de papel, que con cada frase que hablas, de lo poco que dices, y de tantas caladas (que parecen tu forma de respirar) te quiero de una forma forma diferente. Algún día lo entenderás. Y quiero dejarte y no volver a verte, o verte de vez en cuando y que te tiemblen las rodillas, que se te muera el iris en un mar negro y que todo ese interés te de miedo, que hables sin querer saber, que dejes de preguntar para romper el hielo, porque yo no hablo de cosas que ya no importan. Y has decidido que ya no valgo la pena, y no vale la pena conocerme si no es en profundidad, así que me abandono ahí y me siento en tercera fila dejando pasar el tiempo hasta que me crezca otro anillo de corteza y sea otro árbol más en tu bosque de personas destinadas al olvido. Me llamas para tomar café y charlar, alguna vez por semana,  y te confieso, que no valgo la pena…
Me voy y le hecho la culpa a mi incapacidad de dejar de pensar en primera persona del posesivo, y echo a andar, del todo jadeando, y dejo que el tren se vaya rezando para que no vuelvas a querer volverme a ver.

Soy yo el que tiembla, y no dejo de pensar, qué puta mierda de todo, odio tener que remar en un barco hundido.

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