Dí otro paso más, en el sentido en el que lo harían los cobardes, y me acabó alcanzando por la espalda, como el cañón de una pistola que no sujeta nadie, el pomo de la puerta, aburrido de verme entrar y salir, viejo y podrido y a falta de engrasar, y me lanzó el primer abucheo chirriante nada más abrir. Tiré una bota, la otra, y los guantes de boxeo sobre la lona, y luego me dejé caer, vencido en el primer asalto, escuchando a las tuberías hablar mal sobre mí. Pero no me molestaba, había sido un perro corriendo detrás de un palo que vuela por encima de la verja, descerebrado y con la lengua fuera, guiado por el instinto que enloquece el alma de cualquier hombre y le hace libre y salvaje, como a un huracán. Incapaz de distinguir lo que está mal de lo que está bien.
Dado por muerto en el ring, deseé que todo terminase con l último suspiro, y suspiré, porque el drama y la derrota tienen el tacto de un terrón de azúcar y el sabor amargo de un limón. Pero todo seguía ahí, y cada vez que cerraba los ojos aparecían seis caballos asustados relinchando y jadeando, quejándose de no poder más, perdidos, como yo. Y el pánico vino a por más, y los recuerdos fueron fugaces, y las ganas de desaparecer, y las ganas de que apareciese alguien a quien no le gustase mi soledad.
No me gusta tu soledad, ven ya.
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