Caminé, caminé de calle en calle hasta que no hubo nadie más, hasta que las baldosas me resultaron familiares y supe dónde estaba por los chicles pegados en las aceras. Hasta que los pájaros se aburrieron de mí y dejaron de cantar. Me tumbé a ver morir las luces de las farolas y ya solo quedaba yo, yo con mucho tabaco, yo con poco gas. Parejas de ratones olisqueando mis zapatos, hoy no estaba del todo mal, recogieron las migas y lamieron las manchas más recientes, se limpiaron en una botella de ron y se volvieron borrachos haciendo reverencias por la alfombra de pelo verde más allá de la verja.
Perdí la noción del tiempo, la última fecha que recuerdo es un lunes por la mañana a las ocho menos cuarto, un lunes que pasó de largo y nunca miró hacia atrás, un lunes que no entró en el calendario porque ya había suficientes putas en las esquinas de los domingos. Desperté más tarde como despiertan los heroes después de salvar el mundo por enésima vez antes de su primer café, media barba raída y un cigarro apagado flotando al lado de mi nariz, la mano izquierda cicatrizando lentamente, y sin nada en los bolsillos. Las viejas corrían los visillos de sus casas y las madres sujetaban a sus niños amenazándoles entre susurros, pero no rodó por el suelo ni una mísera moneda. Al portero de mi edificio no le pagaban lo suficiente como para buscarse problemas con un colgado con aspecto de habérselo pasado bien haciendo trampas para ratas, subió más el periódico hasta que no me pudo ver y me dejó pasar casi conteniendo el aliento, podía escuchar sus dientes encajándose los unos con los otros suplicando “hoy no, por favor, hoy no”.
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