Salí a acabar con las pocas horas que quedaban para el medio día y alguien gritó mi nombre desde el otro lado de la acera. No eras tú, de tu boca solo salían disparadas palabras bengala como las que se suelen usar en los barcos para pedir socorro, aunque las tuyas solo querían que me ahogase contigo, o quizás lo interpreté mal. Nunca lo sabré. Ignoré aquella llamada de auxilio. Pensé sobre las aceras y los cambios de sentido, pensé que cualquier distancia se parece a un paso de cebra con un semáforo bicolor, y que si te la jugabas podías acabar jodido con alguna secuela para toda la vida o morir por el camino. Sin duda tú habrías intentado atropellarme.
¡MALDITA PERRA! ¡HABRÍAS INTENTADO ATROPELLARME! le dí un gancho izquierdo a un libro que se salía de la estantería en la sección de novela rosa, “Persuasión”, lo hundí con el resto, por un momento dejó de destacar entre los demás, por un momento solo fuiste una más. Sentí el progreso, estaba eufórico, enfadado, nostálgico, sobrio, helado, agarré una edición de bolsillo de “Howl”, la mordí por el lomo, pagué con monedas de céntimo y un vale de descuento del 30%, lo tiré dentro de una bolsa de papel, compré también un marca páginas con olor a lavanda y respondí con un gruñido a la cajera que sonreía como si supiera lo que acababa de vender.
Ya eran más de las doce y media en el paraíso y Eva seguía sin aparecer.
Instintivamente llegué a mi portal, hundí la llave como un puñal, la giré, le di un puntapié al hierro y empujé con el codo para entrar lo antes posible, el cartero estaba ahí, no dijo nada, se quedó mirándome y yo le miré y tampoco dije nada, subí, volví a meterla, solté todo el aire que había escogido cuidadosamente por las calles en las que había estado, entré y respiré, esnifé el aire, me dejé caer sobre el colchón y me dormí.
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