Y aquí va, la segunda parte de la noche o la primera del día siguiente, a gatas, como se suele llegar a los sitios más importantes, al mundo por ejemplo, y es que a gatas hubiera entrado todos los días solo por verte y mirar debajo de tu falda. Caigo derrotado a un paso y medio de la ventana, quiero hablar de mí. Cuando pronuncies mi nombre me gustaría que se te pusieran los pelos como escarpias, que tengas que encoger los dedos de los pies por debajo de las mesas o te muerdas los dientes. Quiero saber si te tienes que reír de mí cuando tus amigos hablan en pasado y si cuando llegas a casa mis manías te atacan por la espalda, quiero saber si han reclamado todos mis huecos o si alguno resiste a pesar de las quejas de tus nuevos inquilinos. Ojalá que llames al trabajo un día y no vayas porque estás pensando en mí aunque eso te ponga enferma, porque yo pienso más en ti que tú en los zapatos. Podría apuntarme al club de los secretos que una vez al mes tienes que contar, o publicar en una de tus revistas qué tal me va, y mentir.
Me mataba la curiosidad. Todas mis aspiraciones se reducían a un pequeño apartado en tu libro guinness de los records, y me importaba un comino si era al más estúpido de la historia o al mejor otoño con diferencia. Me daba igual, solo quería no ser uno más en una lista interminable de intentos fallidos, al menos no en la tuya.
Lo discutí con una pelusa que estaba por allí pidiendo trabajo basura, al parecer ya no cabían más debajo de mi cama y había tenido que emigrar, iba en busca de la estantería me decía, pero tenía algo de tiempo y se quedó un rato para hablar. Ella también te conocía y pensé, qué pequeño es este lugar, hasta entre las pelusas se hablaba de ti, eran tiempos mejores.
Si no te comparten, que tampoco me quiten lo que antes era mío.
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