Estuve enamorado de las ventanas, el polvo había hecho bien su trabajo y tus manos se habían quedado grabadas en los cristales como una fotocopia de la última vez que te despertaste y fuiste a decirme adiós desde el balcón. Adiós, y me quedé sentado allí fuera esperando a que viniera algún crítico de cine para que me lo resumiera y me dijera que ya había pasado suficiente tiempo mirando al vacío, que me pusiera un fundido en negro y los créditos del final. Pero solo pasaron un par de ambulancias que en principio debieron ser para mí, por los infartos fantasmas en los que mi corazón perdía el ritmo, o el rumbo, o se salía conmigo a fumarse un pitillo, había que darle cuerda como a los juguetes de Hamley´s o a una moto-sierra mellada.
Podía vivir de cualquier marca, desde la cera del suelo de las velas que se habían derretido durante semanas, hasta las putas rajas de la encimera de cuando te daba por cocinar. La madera también se acordaba de tí y crujía con esa canción que solías tocar saliendo de la bañera con los pies mojados, tu particular forma de andar más allá de los ochenta, y yo tu toalla de verano. Más que mi estudio era tu galería de arte.
Hay finales que no caben en la parte de atrás de una Wolks.
Era domingo por la tarde y no tenía más botellas para usar como cenicero, encendía colillas y luego las tiraba contra el tulipán que se iba derritiendo poco a poco y la maceta brillaba y parecía que había plantado lucecitas de navidad. Apenas comía, mi boca era la entrada de un bar de alterne, se respiraba humo y por un par de pavos más las copas te las servían dobles, el lugar perfecto para ahogarte si tuvieras que elegir entre respirar o seguir bebiendo. Los días se contaban en milímetros de barba, debíamos estar por septiembre y todos los días eran como el primer día, aun sigo sin creerme que no te vayas a dejar caer más por aquí.
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