lunes, agosto 19

CAP. V



A las tres semanas ya había convertido en rutina la sensación agónica de perderte o de haberte perdido y no tenerte, o simplemente de que ya no fueras a aparecer, daba igual. Me levantaba a las doce en ese hospital de campaña para enfermos mentales, me tomaba las cervezas como si fuera un suero repleto de vitaminas, y salía al balcón con un tarro de galletas caseras por cortesía de mi vecina la de en frente, la misma que me había ignorado mientras dormía allí sentado con una bata de seda y gafas de sol, cerca de las seis de la mañana. Mis pensamientos hacían eco en el silencio martilleando mis tímpanos que ya estaban hartos de escucharme lamentarme y colar un interrogante al final de cada frase. Tomaba cafés sin azúcar para mantenerme despierto y que la boca no me supiera a madera por los excesos de la noche anterior, el hígado me daba patadas fingiendo ser un bebé en sus últimos días antes de nacer, pero daba igual, a esto sabía el éxito, la alternativa de llevar una vida normal, ver gente, salir, era una idea fuera de la realidad, joder, era como correr descalzo, aun había heridas que necesitaban atención.

Saboreaba libros que me sacaban a pasear fugazmente, no tenía saliva por la nicotina y el alcohol, así que las esquinas olían a perro mojado. Llevaba barba de un par de semanas y chanclas de esparto que había robado en un mercadillo. Llevaba una vida de árbol, uno de esos que joden todo lo que tienen alrededor y son imposibles de trasplantar. Sonaba todo en tono jazz-blues, con su lentitud y su música desacompasada. Seguramente yo fuera el solo de saxofón y tú el de guitarra.

Nunca entraba al edificio por la puerta principal, evitaba sus miradas acusadoras, como si les debiera algo porque lo nuestro hubiera fracasado, como si yo hubiera fracasado en lo nuestro. Entraba por el garaje y aparcaba en la plaza de un vecino cerca de los setenta años que se había divorciado alrededor de trece veces y usaba su piso como picadero. Siempre que nos cruzábamos sonreía y decía lo mismo, “tranquilo”. En la esquina de la calle, donde se juntan los pisos de la fachada blanca con los de ladrillo estaba mi portal, hierro fundido, picaporte dorado, clásico, suelo de cuadros, escalera podrida, sótano húmedo, telarañas en los últimos pisos y azotea cerrada con candado.

En aquella boca del lobo estaba yo, con la mente parpadeante como los tubos fosforescentes de los cuartos de baños en los prostíbulos de carretera o los de los garitos horteras de los barrios bajos, esperaba mi momento para ser irónico o antipático, eso ponía distancia entre un público ambicioso y yo, vago retirado parece ser, consumido en un backstage constante, calmando los nervios respirando hondo y comiendo con una cuchara improvisada hecha con el tapón de un bidón de gasolina y un pincel. Saliendo adelante aunque pudiese tragarme la lengua si no me tumbada de lado. Los días de gloria se acercaban y yo estaba ahí para verlo, mi calendario tenía puesta la palabra FIN donde antes estaban los números, pero no lograba poner el punto y final, jugaba contra mi propia suerte, riéndome de mi propia crueldad, obligarme a vivir conmigo mismo un instante tras otro sufriendo tu aliento en el aire como un veneno al que empezaba a acostumbrarme, y el dolor desaparecía, y las ganas desaparecían, y yo seguía ahí, remando en contra de mis posibilidades de volver a saber de ti. La vida a veces se comporta como una golfa de esas a las que les gusta arañarte la espalda.

Até un trapo viejo y un pañuelo a una percha y a la barra de las cortinas, pasé mi nueva escoba un millón de veces y solo conseguí ensuciarlo más, no había nacido para recoger basura, ni para solucionar problemas ni empezar de cero ni una sola vez, mis pantalones daban fe de toda aquella irresponsabilidad ratonera, raídos por la entrepierna, las rodillas y los bajos, solo los lavaba un par de veces al mes para que no perdieran elasticidad. Eran oscuros y apenas se apreciaban las manchas. Allí tampoco había lavadora y tenía que ir a una lavandería judía, su filosofía de negocio es que si algo funciona todo lo que esté cerca funcionará, así que podías elegir entre cualquiera de las seis o siete que había en la misma calle y las únicas seguramente de toda la ciudad, podías lavar una prenda en cada lavandería, podías elegirla por la gente que había dentro. Cuando no teníamos para jabón salía a pedir a la de al lado, pasábamos horas sentados mirando el tambor rodar, o girar, no es lo mismo, pero allí estábamos sentados, huyendo de las pantallas de televisión, las noticias, las esquelas, la sección de homicidios del periódico, la mala literatura, de Jane Austen, de los snobs y todo lo políticamente correcto, mascando chicle sabor a menta, hablábamos sobre música. Una vez dijiste que te gustaban los nuevos artistas y los disyokeys, para mí solo eran yonkis que de pequeños jugaron demasiado con un cacharro de esos de sonidos de granja. Siempre íbamos a esa en la que te regalaban chucherías y un refresco por cada dos lavadoras que ponías. Algunas ofrecían vales de descuento para la peluquería, algún restaurante e incluso para el dentista, eran los mejores dentistas que había por aquí, siempre lo decías.

A las margaritas siempre les faltaban pétalos cuando tú pasabas.

Metí las sábanas en bolsas, las almohadas, tres calcetines, tres, pañuelos y trapos, y algunas camisetas que no tenían dónde ir. Tiré la basura y fui hasta allí, a repetir viejas costumbres que se negaban a cambiar, para mí era como dar un paso hacia adelante en mi estancia por villacicatrices.

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