viernes, agosto 9
Feniletilamina
Te acuestas con todas las decepciones y ellas me lo vienen a contar, son tus fallos más eróticos, sacar a pasear tus flaquezas, y no me refiero a las de tu cintura, si no a las que me hacen parecer más elegante, aunque también más solitario. Había demasiadas historias que no me apetecían contar girando por el retrete en busca de un lugar mejor. Estaba agarrado a la taza como si fuera uno de tus abrazos fantasma, luchando contra tu enfermedad desde dentro, el estómago se contraía y me salía fuego y ácido por la garganta, me repetía una y otra vez que valía la pena si con eso conseguía poner en mi cabeza un solo minuto en anuncios, patrocinados por ti y por los sabios fabricantes de bebidas etílicas. Soy el obispo de esta casa practicándote un exorcismo para que me abandones y me dejes en paz. Si ayer tus gritos los hubiera escuchado a la altura de un camarero de discoteca, ahora es domingo y tengo resaca y no quiero oírte ni pestañear, ni verte, ni ver aparecer al cartero con una de tus famosas cartas embotelladas. Tengo suficiente con contarme gilipolleces en primera persona, como si fuera a escribir un libro autobiográfico (“memorias sin ti” o “qué fue de mí”) o estuviera repasando en busca de qué es lo que hace tan imprescindible como para negarte a desaparecer.
Me tumbé en el suelo con las manos en los bolsillos, hice formas con las grietas del techo, busqué pelusas debajo del armario del lavabo, contemplé el vuelo de una mosca y me levanté para respirar, ahí abajo tragabas más polvo que aire y las rayas de los azulejos se te tatuaban la espalda. Cualquier excusa me bastaba para alejarte de mi boca, hablar con el espejo, por ejemplo, plantearte como un problema y a mí como a un paciente en rehabilitación. Verá Doctor, las gominolas ya no me hacen efecto y las drogas me ponen nervioso. Eso no iba a funcionar.
Mientras el sol iba desapareciendo entre los edificios más altos tan rápido como podía, y los mendigos empezaban a arroparse rezando por sobrevivir un día más; mientras que las ratas salían de las alcantarillas para atracar los contenedores y los corredores esperaban detrás de la línea de meta para abalanzarse sobre las calles y las licorerías, la ciudad se iba iluminando punto a punto luchando contra la nocturnidad, sonaba el toque de queda y los niños que aún eran los dueños de la calle volvían a sus casas asustados por las advertencias de sus madres. Estaba encarcelado en este lugar, dominado por tu recuerdo eternamente, destinado a odiarte o fingir que lo hacía. Algo tenía que cambiar o iba a tener que largarme, pero en ese momento no podría haber bajado ni un solo escalón sin tropezarme con mis propios pies.
Crucé el pasillo que llevaba desde el cuarto de baño al dormitorio que a la vez era el salón, recobré fuerzas apoyado contra la columna y seguí mi camino hasta la cocina en un acto de fé que escurriera algo de suerte para encontrar alguna lata escondida o atrincherada en la despensa, ese hueco debajo de lo que se usa para fregar los cacharros, que bien podría tragarse un puño. Y me esperaste tímida y en soledad como una virgen quinceañera que no destaca, pero que a mí me la ponía dura con solo verla, y ahí estaba, luciendo anilla como si fuera su lencería de las ocasiones especiales, y yo devorado por el ansia, me la hubiera comido con los dedos, paseando el índice por su interior, hiriendo a cuchillo, babeando encima de la mesa, gritando oh nena solo soy un perro callejero ladrando por un bocado mejor, pero ese me bastaba. Era un amor sincero entre un borracho y una lata de atún caducada. No hubo caricias ni nos quedamos juntos para ver salir el sol, uno de los dos tenía que largarse en su taxi amarillo con el resto del reciclaje, y esta vez cariño no iba a ser yo.
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