domingo, noviembre 23

CAP. VIII

Salí directo al Lord´s Palmerston dándole vueltas a las monedas más grandes de mi bolsillo, raspando los dientes de arriba con los de abajo, todavía me dolía la mandíbula desde la última vez, la última semana, siempre se monta alguna en ese puto pub irlandés, por eso no hay muchas mujeres por allí.
Fuera, escaleras arriba, lejos de la puerta, lejos de todo y de estar atento, medio cerebro fuma su cigarro y tantea, te desea suerte, todos son bienvenidos. Escaleras abajo: felpudo, cenicero, periódicos que han volado, la puerta (verde), prohibidos perros, se requiere etiqueta, y lo que todos saben "entra bajo tu propia responsabilidad”. 
Dentro las reglas están muy claras; la primera, todo se paga. Todo. 
Dicen que aquí dentro es donde los hombres discuten sus problemas. Y los arreglan. Ya lo creo que los arreglan. 
Segunda regla, nada de armas. 
Nada de armas o el descerebrado de arriba, el hombre tranquilo con su cigarro y su cara desequilibrada bajará para equilibrarte la tuya para que puedas apoyarte un vaso de agua donde antes tenías la nariz y te puedas tocar la campanilla con la punta de la lengua. Nada de armas, y aunque el tremendo idiota no te dejará sus guantes de boxeo para que comprobéis quién tiene la mejor sonrisa de entre vosotros, tampoco bajará para hacer de jurado mientras podáis abrir la puerta y largaros después de unas buenas carcajadas. 
Recuerdo que llegué y alcé la mano para saludar y oí a alguien hablando con su mujer en la cabina de teléfonos algo más alto de lo normal, y la escalera estaba mojada, y la barandilla también, así que bajé despacio con miedo a tropezar, y me sacudí las manos en el aire porque se me estaban empezando a poner azules, y ya hacía un mes desde esa caída de caballo, pero me seguían doliendo los dedos, caí bastante mal. Como cuando al caballo no le hace ni puta gracia que seas tú quien le montes y te tira y da la sensación de que a él también le apetece conocer que se siente al montar, “yo también quiero ser humano”, yo también quiero ser un hombre.
Empujé la puerta rápido para no tocarla demasiado, no me gusta el frío. La puerta volvió hacia mí y la empujé con más fuerza, se abrió. La barra no está lejos de la puerta, hice volar algunas monedas sobre el tapete donde secan los vasos y pedí. De repente sentí como un BANG! en la nuca fuerte y seco, y frío. Pensé que era un poco pronto, pensé que podría haberme tomado la primera antes de esto. Soy bueno encajando golpes, así que me di la vuelta y esperé el segundo golpe para ver la cara al final del brazo, pero no había brazo, no hubo segundo.
Había alguien, un tipejo fino como una espiga y con la cara morada y un corte al final de la nariz, como en los dibujos de los típos duros, pero él era un espagueti con los nudillos muy marcados y los pantalones colgados de la cintura. Tenía un arma agarrada por el mango, ni siquiera tenía un dedo en el gatillo ni nada, pero tenía a todos acojonados y guardando luto, me uní a ellos, no quería ser un rebelde. Mirando por la sala ví al idiota tirado en la tarima al lado de una mesa volcada y cristales grandes cerca de él. Y los cordones desatados. Así que la fiera habría entrado, se habría tropezado con su propia estupidez y habría acabado ahí. 
Qué se yo, no soy detective.
El barman puso la cerveza en la barra. Yo la señalé y él hizo un gesto con la cabeza de aprobación. Bebí.
Poco después entró el tío que hablaba con su mujer arriba en la cabina, lo supe por la voz. “Vamos” dijo, y se largaron los dos.
A mí me esperaban en un rincón al final de la sala. Fui lentamente, bebiendo mi cerveza. Cuando llegué posé el vaso sobre la mesa, extendí la mano para saludar, fue un zis-zas, y con la izquierda cobré lo que me debía. Se tambaleó. Salí, qué asco de bar.

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