viernes, junio 13

Era octubre, y con octubre la lluvia fría del puto invierno, y a mí no me apetecía morir sentado en la cama pidiendo auxilio a mi madre los viernes para emborracharme y conocer a alguna veinteañera con luces de neón apuntándole al coño. Estaba harto de cocerme a fuego lento como el fondo de una sopa, días y días masticando el mismo pensamiento y es que uno acaba convenciendose de que es idiota si se lo repite a menudo.
Me moví con las ganas de un vagabundo por un supermercado, y antes de que pudiera darme cuenta acabé allí rezando a sus pies para que me invitara a una cerveza y no me diera tiempo a coger el último tren. 
[…] La primera vez que me desnudé allí, delante de sus ojos craterizados, infinitos asteroides chocando contra ella caían del cielo en forma de rayos de luz, y sentí las tres guadañas del infierno juzgando cada poro que se abría por mi piel, y me di por satisfecho frente a todos mis pecados, y me travestí con la funda de su edredón, sacando a relucir la única faceta que me quedaba después de que el resto de cobardes huyeran de la escena del crimen, soltando el último calcetín, y acojonado por completo. Me recorrieron mil arañas por la espalda, sufrí de tifus, dengue y malaria, y las diez mil tribus africanas de los masái saltaron sobre mi pecho coordinados en grandes saltos de gran altitud. Pero todas las sensaciones, las enfermedades y los negros saltando me abandonaron al mismo tiempo, y ahí estaba yo, desnudo frente a un monumento, siendo un insulto, solo pura suerte, un tonto malentendido, el cero en el alfabeto de los hombres, a punto de estar a la altura de mi nombre y hacer el ridículo una vez más. […]

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