miércoles, abril 24

AQUÉL LUGAR


Al llegar a aquél lugar, una horda de cartas y revistas a las que ella estaba suscrita, yacían vagabundas en el felpudo de la entrada, con las páginas amarillentas y los bordes doblados por la humedad. Habían pasado más de tres años desde la última vez que subí por estas escaleras, y ahora había que jugar a la rayuela con los escalones o coger el ascensor, algo imposible desde el incendio de 1985.

Me enfrento al crujido de una puerta que nunca ha sido engrasada, a la luz de la luna pegándome en la cara desde un ventanal y a mil recuerdos que desfilan por el salón en traje de luto. Las paredes desconchadas y los cristales moteados por las gotas de lluvia susurraban ese "mañana" cuando hablábamos de limpiar, éramos unos alocados a los que les faltaba el tiempo. La cama seguía deshecha desde que decidimos pasar un invierno entero metidos dentro. Ahora es primavera y el edredón de plumas que compramos por tus pies helados me hace menos falta que echarte de menos, llega la temporada en la que no me dejas dormir.

Y estas ojeras, tu regalo de despedida, qué bien me sientan ahora que ya no estás, con todo este tiempo para pasarlo conmigo.


Solo quedan cintas anticuadas manchadas de pintura y amasadas detrás de la puerta, al lado de un regimiento de botellas de vino y ron, vodka, tequila y algo de whisky. Desapareces poco a poco bajo los focos de tu gran escenario, aunque yo sigo saltando con el mechero encendido pidiendo un bis. Soy un gran fan de esos que se quedan después del concierto para conocer a las estrellas, sin saber que ya llevan apagadas mucho tiempo. Quiero escuchar esas canciones antiguas en un radio-casete gigante, como solíamos hacer la mayor parte del tiempo mientras nos dejábamos crecer el pelo con un pañuelo pirata colgado de alguna parte. El mío era rojo y a ti te encantaba. El tuyo era morado. Me lo quitaste y te lo pusiste como una cinta del pelo cuando lo dejé en el bolsillo del pantalón para ducharme. Te hiciste mil fotos con tu cámara polaroid, las colgaste por todo el cuarto de baño y escribiste en todas con tu pintalabios en formato beso. Ahora, a la pared del cuarto de baño le faltan 22 azulejos, y a las cortinas de la ducha, le faltan las cortinas (a mis cortinas lo único que les falta eres tú detrás de ellas), solo quedan las anillas balanceándose por la barra como una stripper de pole-dance. Joder con el día en que las arrancamos tú contra la pared y yo escurriéndome por tu espalda por no comprar patitos de goma, recuerdo que no parabas de reírte de esa forma que solo tú sabías hacer.

Ahora este lugar es solo un mausoleo para las polillas que se quedaron atrapadas dentro de los armarios, muriendo encima de libros que hacen de esquelas y de cajas de zapatos vacías. Y los gatos más macarras maúllan en el tejado para hacerme compañía, y una familia de arañas ha salido de su escondite para preguntarme dónde estás, incluso la vecina del tercero está subiendo para quejarse del ruido que siempre hacemos, pero no eres tú quien abre la puerta y se da cuenta de que solo soy yo y mi silenciosa soledad. De algún modo siempre supe que acabaría volviendo con las manos vacías, y que una banda de grillos cantautores tocarían boleros para darme la bienvenida mientras acaricio una cerveza que llamaría por tu nombre, a su boca la tuya y su sabor tu piel. Pero hoy no es Octubre, ni lunes, ni tú te llamas tristeza, porque todas las vocales de tu nombre son abiertas, ni tengo cerveza, ni luz, ni gas, ni nevera. Nunca tuvimos nevera, decías que la comida tenía fobia a los espacios cerrados, y me hacías salir a comprar comida china para toda la semana, nunca entendí esa gilipollez. En su lugar hay una maceta con una amapola de mentira… como todo lo demás.

Ya nada es lo mismo desde que tú no cuidas de mi jardín.

Llevaba tanto tiempo flotando por los tenebrosos pasillos de mi castillo que ha amanecido mucho antes de que empezase a darme cuenta. Aquí por las mañanas huele a lavanda y a café recién hecho, y el perro del vecino de enfrente sale detrás de la fiera en cuarenta y cinco grados con el suelo, tiene un dogo alemán que pesa más que él. Invoco al abogado del diablo para pactar su muerte a cambio de mi alma ¡¡kiki, miliki, likli, ama Tiro-Evgún, Regle-makla, Laga, boga, segle, sahi-sohi-belle!! ¡¡Aika-muti!! ¡Larga vida a Evgún!, le pido que calle esos ladridos nocturnos y melancólicos que mantiene en vela despierta a toda una avenida, y a los vagabundos que intentan descansar entre cartones y penumbra y latas de atún. Tú antes te levantabas e ibas a visitar al vecino casi en ropa interior, le pedias por favor que se callara y él obedecía sin protestar, pero ahora que ya no estás el vecindario se ha convertido en una callejuela de noctámbulos y adictos a las pastillas sin receta.

La bruma vespertina vacía las calles de cualquier epifanía sobresaliente y las deja inundadas de la más absoluta normalidad mediocre, amontonando bajo las farolas a parejas besuconas que se despiden entre besos y dientes. A estas horas las cloacas se tragan el amor de garrafón que se derrama siempre en esta época del año. Los carteles de neón se apagan y los carteristas empiezan con su jornada laboral.

Las terrazas se llenan de desayunos y novelas y chicas que salen de sus portales siendo divas y modelos, princesas imposibles que sonríen en tono carmín y vestidos de flores azules. Pero son las mañanas francesas las que te roban el protagonismo, y no sus estampados. Tú tenías el mejor desnudo del mundo y la ropa siempre te sentaba de más, nadie podía hacerte frente. Cualquier otra solo empeoraría las cosas, sería como beber agua del grifo después de haber probado la de botella.

Siempre hablo de ti en tu máximo exponente, como si fueras la última página de un libro muy gordo, un final épico de cierre de saga… cuando en realidad nuestro final fue de los de suburbio y con prisas por terminar. Cruel, despiadado y poco creativo. Como aquella vez que fingí mi muerte con un bote de kétchup en medio del salón, aguanté la respiración más tiempo del que pude contar y cerré los ojos esperando a que pasaras. Cuando no pude más luché por mi resurrección y allí estabas, tumbada a mi lado dibujando corazones en el charco de kétchup, como si no pasara nada, evitando entender el porqué de esa situación, como si yo no pudiera abandonarte.

Hace ya más de tres años que desaparecimos sin dejar rastro de este paraíso, dividiendo el mundo en dos mitades prohibidas que prometimos no volver a pisar, dejando París en aguas internacionales, lugar de nadie, aunque yo no soy de ninguna parte, y tú nunca has tenido dueño. La tierra parecía gritar y llorar al mismo tiempo, y el corazón me latía como una bomba de relojería cada vez que me acercaba a una sombra que se pareciese a ti… y el último día de cada mes, te ignoraba. Antes nada era suficiente, antes de eso, antes de quererte.

Cuando llegué a este lugar las malas lenguas ya hablaban sobre ti (Cuando te conocí los chicos hacían cola solo para verte). Por aquél entonces yo era un antihéroe de barrio enamorado de la vida y de los atardeceres. Impulsivo, maniático, mentiroso y un irresponsable. Solía bañarme desnudo en tu piscina cuando se hacía demasiado tarde para beber, esperaba que bajaras a hacerme compañía, pero en tu lugar venían Batman y Superman para llevarme a su cueva secreta. Cabrones. Y tú puteando por la ventana, enseñándome el escote y a tus estúpidas compañías, me encantaban todos esos cualquiera que te llevabas a la cama, te miraban embobados sin perderte de vista, se podría decir que jamás pestañeaban. Quizás yo hice lo mismo y no me di cuenta.

Pero un día te diste conmigo de frente y no pudiste dejarme escapar y que fuera por libre. Me obligaste a firmar mi propia sentencia de muerte y endeudaste mi piel con la tuya, y ahora cumplo condena. Pero quién se habría negado a romper las distancias sin saltarse las normas de seguridad. Tú expandiste el círculo de peligro haciéndome creer que ya no había de qué esconderse.

Y tú y todas estas exigencias, ¿a qué venís? ¿a molestarme?

Ojalá tuviera conexión directa con mis pulmones, algún modo de respirar por las costillas, alguna forma de que los malos gestos y los pestañeos lentos girando la cara fueran suficientes para no convertirme en piedra, que ese “no me importa” de trasfondo fuera la realidad, “who cares?” pero ese no es mi estilo, y tener fruncido el ceño todo el día y parecer un ignorante despreocupado, no, ponerle el dedo en la boca a ese no tan profundo y con tantas exclamaciones, y perderte en una O eterna que cae al vacío sin remedio ni esperanza, como si fuera una lágrima de esas que tienen los que usan gafas cuando se las quitan, tú eras mis gafas, y ahora no veo una mierda más allá de ti.

Empiezo a encharcarme con tanto tú y tanto drama, y justo cuando empiezo a disfrutar del sol a través de las nubes grises que empañan el cielo, me avisa el camarero de que lo peor está por llegar, hace señas hacia un lado como si fuera el capitán de un barco y estuviésemos a punto de naufragar. A estribor. Yo, que me río de los temporales y de las tempestades y del frío polar, Yo, el mago de Oz, y tú, Dorothy, qué vienes a pedirme esta vez. Cansado de tu ausencia y aburrido de tu compañía, empotro tu mirada contra la mía y le pido al camarero que me sirva otro café.

Había olvidado el sonido que hacían sus labios al hablar. Ella miraba de medio lado, asombrada por la curiosidad de cualquier detalle perdido. Aunque no dijo nada yo sabía que algo andaba mal, aunque no había memoria en todos estos años, y los anteriores habían quedado demasiado atrás. Éramos dos desconocidos con el mismo pasado, dos ancianos más. El tiempo había acabado con las últimas palabras que nos quedaban por decir, y ahora más que nunca sentía cómo todo se alejaba. Consumí el último trago con tu nombre, y te dejé marchar.

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